20/9/09

20 de septiembre. San Pedro de Arbués. Mártir. Año 1485. San Pedro de Arbués Mártir victimado por los que odiaban la Inquisición


Plinio María Solimeo


La mayor gloria de España era su catolicidad valiente, ufana, realista. El espíritu racionalista del siglo XIX detestaba particularmente ese admirable espíritu español. De ahí la organización de una campaña de difamación contra aquel país y contra sus más legítimas instituciones, cubriéndolos con una leyenda negra, que nuestro tiempo heredó sin espíritu de crítica. El objeto de mayor difamación de esa “leyenda” fue el Santo Tribunal de la Inquisición contra la perfidia de los herejes.

Es verdad que historiadores juiciosos han mostrado recientemente la parcialidad y la exageración de las críticas al Santo Oficio, sobre todo por las exageradas cifras que presentan. Un historiador, imparcial por ser protestante, afirma que “un auto de fe no se ocupaba ni en quemar ni en dar muerte, sino en parte a pronunciar la inocencia de las personas falsamente acusadas, en parte a reconciliar con la Iglesia a los arrepentidos. Y hubo muchos autos de fe en los cuales no se vio quemar sino el cirio que los penitentes llevaban en la mano, en señal de su fe”.1 “El mismo Llorente, el historiador que, bajo pretexto de hablar sobre la Inquisición, la desfiguró con tanta obstinación, cita en el año de 1486 cuatro autos de fe en Toledo, donde no había menos que un total de tres mil trescientos cincuenta inculpados castigados. De ese número, ¿cuántos fueron condenados a muerte? —¡Ninguno! Llorente lo reconoce. Los castigos consistían generalmente en una penitencia, una recitación de salmos”.2

El Santo Oficio tenía por lema Misericordia y Justicia, desconocido entonces por los tribunales civiles de la época.

La Santa Inquisición, para los males de España

Después de la reunificación de España bajo sus cetros, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, tuvieron que enfrentar dos peligros: los moriscos, que conspiraban tratando de recuperar su antigua supremacía; y los judíos conversos, o cristianos nuevos, que muchas veces, aparentando una verdadera conversión, trataban, a través de la riqueza y del poder político cada vez más en sus manos, también la supremacía, con peligro para la verdadera fe.


“¿Qué hacer en tal conflicto religioso, con tales enemigos domésticos?” —pregunta el renombrado escritor español Menéndez y Pelayo. Y responde: “El instinto de la propia conservación se sobrepuso a todo, y para salvar a cualquier precio la unidad religiosa y social, para disipar aquella dolorosa incertidumbre, en que no podía distinguirse al fiel del infiel ni al traidor del amigo, surgió en todos los espíritus el pensamiento de inquisición”. Sobre su resultado, afirma: “Nunca se escribió más y mejor en España que en esos dos siglos de oro de la Inquisición. En el siglo XVI, inquisitorial por excelencia, España dominó a Europa, aun más por el pensamiento que por la acción, y no hubo ciencia ni disciplina en que no marcase su garra”.3 El historiador Padre Mariana añade sobre el Santo Tribunal: “Ninguno hay de mayor espanto en todo el mundo para los malos ni de mayor provecho para toda la cristiandad. Remedio muy a propósito [...] dado del cielo, que sin duda no bastaría consejo ni prudencia de hombres para prevenir”.4

El antiguo confesor de infancia de la reina Isabel, el fraile dominico Tomás de Torquemada, conocido por su virtud y saber, fue designado como Inquisidor General y encargado de llevar adelante la antigua institución. Escogió para auxiliarlo como Primer Inquisidor al canónigo regular de la catedral de Zaragoza, Pedro de Arbués, juntamente con Fray Gaspar Inglar de Benabarre, dominico.

“Mastrepila” — el santo maestro de Épila

Pedro de Arbués era oriundo de una nobilísima familia, nacido en Épila, en el reino de Aragón, el año de 1441. Tenía cinco hermanas, cuatro de las cuales se casaron con los más ilustres gentilhombres de Aragón.

Después de terminar sus estudios en Huesca, ingresó a la entonces famosa Universidad de Bolonia, una de las más brillantes de la época. “Compañero amable, corazón generoso y caritativo, talento humilde como espléndido, centraba sobre sí la admiración de sus maestros y el aplauso de sus condiscípulos, ante los cuales era tenido como el mejor representante del mundo estudiantil”.5 Con el grado de doctor, regresó a su patria.

Siendo su talento y virtud prontamente reconocidos, fue elegido miembro del Capítulo de la Sede de Zaragoza, como canónigo regular, siguiendo la regla de San Agustín.

No es de sorprender que fuese escogido para el difícil cargo de Primer Inquisidor, pues por su carácter firme, docto y austero, ya se había vuelto conocido en la ciudad, donde el pueblo comenzaba a llamarlo “el santo maestro de Épila”, o simplemente “Mastrepila”. Ese instinto saludable del pueblo no dejaba de ser atraído por su virtud. Dice un antiguo biógrafo suyo que él, desde su infancia, había dorado el hierro del pecado original con el oro celestial de las virtudes.6

Pedro de Arbués se entregó por entero a su nueva función: “Ardiente en procurar conversiones, no era menos prudente en aceptar sino las sinceras y comprobadas, tanto para evitar la profanación de los sacramentos cuanto para disminuir el peligro de defecciones que expusiesen en seguida al inculpado a todo el rigor de la ley.[...] Era visto en todo lugar donde se encontrase un alma tocada por la gracia de Dios, en todo lugar donde un corazón vacilante y de perseverancia dudosa le era señalado: en la cabaña del pobre y en el balcón del rico, en la cabecera de los enfermos, en las prisiones donde estaban encerrados los relapsos y apóstatas, y hasta al pie de los cadalsos donde algunos iban a expiar tristemente su inconstancia”.7

Sin embargo, el nuevo tribunal encontró oposición entre los aragoneses, que querían preservar varios privilegios regionales. Una revuelta, fomentada y alimentada por muchos judíos conversos, fue aumentando.

Pero la actitud franca y valiente del nuevo Inquisidor enfrentó toda oposición, por la palabra y sobre todo por el ejemplo. Aún siendo canónigo, desterró de su casa todo lujo, y se entregó a severas privaciones. Se mostraba un padre para los pobres y buscaba cualquier ocasión para ejercer las obras de misericordia, tanto espirituales como temporales. Fue dotado incluso del don de profecía, habiendo predicho la caída de Granada cuando parecía temerario hacerlo.

Matar a un inquisidor, para que no surjan otros

El año 1484, habiendo fallecido el otro inquisidor, Fray Gaspar Inglar, y no habiendo aún sido sustituido, toda la carga del oficio recayó sobre el canónigo Pedro de Arbués.

Muchos de los judíos seudo-convertidos, temiendo que el Tribunal de la Inquisición investigara sus dudosas vidas de piedad y su sinceridad en la práctica de la religión, se reunieron contra aquel que era su enemigo común. ¿Qué hacer contra él? El veredicto fue dado por García de Moros: “Se impone matar al inquisidor; muerto él, no osarán venir otros”. La suerte de Pedro de Arbués estaba echada.

Varios atentados fueron practicados contra él, siendo que una vez apenas se libró del puñal asesino, y otra vio las rejas de su habitación limadas, lo cual fue descubierto a tiempo. Lo alertaron para que anduviera protegido. Resolvió confiar sólo en Dios, diciendo que debía convertirse de mal sacerdote en buen mártir.

“Loado sea Jesucristo, que yo muero por su santa fe”

En la madrugada del 14 al 15 de setiembre, el santo inquisidor se dirigió a la catedral, como lo hacía diariamente, para rezar con los demás canónigos el Oficio Divino. Al aproximarse del altar, se arrodilló para rezar las oraciones preparatorias. Saliendo los sicarios de los judíos de las tinieblas donde se habían escondido, uno de ellos le dio una puñalada en la garganta. El mártir intentó aún escapar yendo hacia el coro, donde estaban los otros religiosos. Pero un segundo asesino lo atravesó con su espada. Cayendo al suelo, Pedro de Arbués exclamó: “Loado sea Jesucristo, que yo muero por su santa fe”. Llevado a su casa, murió dos días después, habiendo perdonado a sus asesinos que fueron encontrados y luego decapitados.

La consternación y la indignación popular por el atentado sacrílego alcanzó el auge. El pueblo salió a las calles clamando por un escarmiento para los conversos y pidiendo la expulsión de todos los judíos de España. Para evitar una masacre de los judíos, fue necesario que el virrey Fernando de Aragón, medio hermano del rey, saliese a las calles prometiendo un severo castigo por el crimen.

El mártir Pedro de Arbués tuvo un entierro apoteósico. Cuando su cuerpo llegó a la catedral donde sería sepultado y fue depositado en el suelo, se vio un milagro: su sangre, que por respeto no había sido limpiada del piso, y que se encontraba seca y oscura, readquirió vida al contacto con el cajón, tomó un color brillante y aumentó en tal abundancia, que la multitud pudo mojar en ella pañuelos y otros objetos, que guardaron como reliquias. El prodigio se repitió quince días después, como es relatado en el Acta Sanctorum.

¡Santo Mastrepila, resucita a mi hijo!

Entre los milagros aprobados para la beatificación del mártir, están las resurrecciones de dos niños, uno de los cuales vivía en los alrededores de Zaragoza. Cuando su cuerpo estaba por bajar a la tumba, su madre, tomada por una súbita inspiración, lo tomó en los brazos, diciendo en alta voz: “Santo Mastrepila, te ofrezco este fruto de mis entrañas. Es tuyo. Resucítalo, por favor, santo mío”. En el mismo instante le volvió la coloración al niño, que se levantó. La madre llevó como exvoto a la tumba de San Pedro de Arbués el sudario con que el niño estaba siendo sepultado. 

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